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Patrullar durante el estallido
Esta es la sala de coordinación de la 16ª comisaría de La Reina. Cerca de las 8:00 de la mañana del miércoles 11 de diciembre, el subteniente Marcos Magaña, de 32 años y graduado prematuramente hace menos de dos semanas de la Escuela de Oficiales, les habla a los otros tres carabineros que saldrán a hacer el primer turno del día con él. Es el día 55 desde el estallido social que comenzó el 18 de octubre. Han pasado 53 días desde que el mecánico Álex Núñez falleciese en una golpiza que, según la Subsecretaría del Interior, fue realizada por Carabineros; 33 días desde que un estudiante, Gustavo Gatica, perdiera la vista después de ser herido con perdigones durante una manifestación, y 15 desde que Fabiola Campillay, una vecina de 36 años de San Bernardo, recibiera un impacto, presumiblemente de una lacrimógena, que le arruinó los ojos e hirió su cabeza, mientras esperaba el bus que la llevaría a su trabajo. En un total de 2.537 eventos graves, durante estos días también han resultado lesionados 2.840 carabineros.

El subteniente Magaña, que es el más joven de los cuatro hombres en la sala, repasa las directrices del turno. Les pide que se cuiden, que se protejan. Y luego dice una cosa más:

—Nosotros no salimos a herir gente.

Hoy también se cumplen dos semanas desde que la ONG Human Rights Watch asegurara que 1.051 personas habían sido heridas por perdigones.

El subteniente Magaña se sube a la patrulla 5114 con el cabo Toledo, un funcionario de 42 años que antes trabajaba en la Sección de Investigaciones Policiales, pero que, después de la crisis, pasó a apoyar al personal de La Reina. Entonces tuvo que volver a ponerse el uniforme, a afeitarse la barba y a engominarse el pelo. Sus primeros días, recuerda manejando la patrulla, fueron haciendo guardia en las salidas de las estaciones de metro Plaza Egaña y Castillo Velasco.

—Nos gritaban “¡Paco culiao!”. La gente se tapaba los ojos frente a nosotros.

El gesto, que nació como una forma de protesta tras las lesiones a la vista y estallidos oculares provocados por los perdigones lanzados desde las escopetas antidisturbios de Carabineros, fue, tal vez, uno de los primeros síntomas del divorcio de una parte de la ciudadanía con su policía.

Esa mañana también pasó. Mientras Magaña y Toledo llenaban el estanque del Dodge Charger en la Copec de Monseñor Edwards con Príncipe de Gales, un universitario los observaba desde una farmacia en la esquina. Tenía su mano derecha extendida y apoyada sobre su ojo.

—Quizá le pica el ojo —dice Magaña—. Tal vez no se lavó la cara.

Un día antes, mientras hacía guardia en la 16ª comisaría, el subteniente había hablado sobre esto.

—Existe el principio de inocencia y un debido proceso. Cuando podamos conocer realmente quiénes tienen la responsabilidad, ahí será el momento de juzgar a quien corresponda. Obviamente que a todos nos duele que resulten personas lesionadas. Más aún cuando es una persona que va a trabajar para llevar el sustento a su hogar.

—¿Pero entiende la rabia que hay hacia Carabineros?

—Me cuesta entenderla.

Las murallas fueron, probablemente, el segundo síntoma. Mientras Magaña y Toledo manejaban por las calles de La Reina, por las ventanas se veían los mensajes de esa parte de la población que había dejado de confiar en ellos. Las paredes decían “Paco muerto no viola”, “Anti yuta” y “ACAB”, esa sigla en inglés que expresa que todos los policías son bastardos. Cuando iba por Príncipe de Gales, Toledo reparó en uno de los rayados.

—Es un insulto de los gringos, ¿no? Me da pena. Llevo 20 años en esto. He estado en balaceras en La Legua, en La Granja. Un compañero mío fue baleado en la cabeza en 2015 en Peñalolén haciendo su trabajo. Entonces esto, no sé, hace que la pega se sienta un poco ingrata.

Toledo dice que a su hijo menor lo han molestado en el colegio por su trabajo. Que a veces el niño dice que va a las marchas solo para que lo dejen tranquilo.

—A mí no me dan lo mismo esos rayados —agrega Magaña—. En ningún momento me he robado un peso, no he violado a nadie, no he matado a nadie. Entonces son frases que hacen alusión a algo que los carabineros que estamos trabajando no hemos hecho.

La central de comunicaciones advierte que hay una alarma sonando en Blest Gana. Toledo acelera y activa la baliza. Magaña le pide que la apague dos cuadras antes, y se baja para aproximarse a pie. Podría ser un robo, explica. Hay que ser cuidadosos. Pero un par de metros más allá queda claro que se trata de otra cosa: un grupo de albañiles que está arreglando el segundo piso de una casa y que, por descuido, activó la alarma.

Luego de controlar la identidad del capataz, Magaña sale del lugar: “Este trabajo es así”.

Frente a él hay una muralla amarilla rayada. Dice “Paco culiao”.

Antes de convertirse en carabinero, de ser el subteniente que patrulla por La Reina, Marcos Magaña fue el primero de los tres hijos de un matrimonio entre un chofer de colectivo y una dueña de casa en San Vicente de Tagua Tagua. Su registro académico dice que se graduó del Liceo Ignacio Carrera Pinto con un promedio de 6,4 y con un puntaje PSU que bordeaba los 580 puntos. Eso, dice él, le habría permitido entrar a estudiar Derecho, que era una de sus alternativas. Pero no lo hizo. No tuvo que ver con el tema económico. Eso lo enfatiza. Tuvo que ver más bien, asegura, con que no tenía una decisión tomada. Así que, en vez de eso, comenzó trabajando en una panadería y, luego, en un taller mecánico. Rodeado de autos, lavando pieza por pieza para aprenderse sus nombres, Marcos Magaña encontró que aquello lo cautivó. En 2006 entró a estudiar Mecánica Automotriz en el Inacap de Santiago y, después, se trasladó al de Rancagua. Luego de dos años ya estaba titulado y trabajando en su propio taller. Dice que ganaba bien. Y que todas las noches se sentaba con su padre a ver las noticias.

—Yo veía cuando los carabineros rescataban personas, cuando tomaban detenidos, cuando había muertos, cuando los agredían —recuerda el subteniente—. Comencé a sentir ese llamado vocacional. Quería ser parte de esa ayuda.

Marcos Magaña también habló con un amigo que era sargento. Le preguntó por el proceso de postulación a la Escuela de Formación de Carabineros para el año 2014. Fue entonces que le contó a su padre:

—Él me decía: “Pero, hijo, trabajas bien, nadie te manda. Piénsalo bien”.

Había una razón para los reparos del padre: Maira, la hija de 4 años que Marcos había tenido con una pareja de entonces en San Vicente. Entrar a Carabineros significaba, entre otras cosas, alejarse de ella. Y eso fue lo que pasó. Magaña tomó un bus hasta Santiago, le dieron una tenida institucional, un corte de pelo institucional y otro pasaje en bus hasta Arica, donde completaría su formación. Allá, dice, tenía compañeros que lloraban. Pero él trataba de no hacerlo.

—Lo que más pena me daba —cuenta— era estar lejos de mi hija.

En 2015, Magaña se graduó con la primera antigüedad de su promoción. Por eso, en vez de titularse con sus compañeros en Arica, la institución lo envió a Cerrillos para que recibiera una distinción en una ceremonia encabezada por Rodrigo Peñailillo, el mismo año en que el ministro fue cuestionado y, posteriormente, dejó el cargo, cuando se revelaron cuatro boletas suyas asociadas a SQM.

Magaña en su pieza, un espacio con una cama de una plaza, un clóset, un escritorio, un frigobar, un espejo y una foto de su familia en la muralla, muestra las imágenes de ese día:

—El ministro me dijo que me siguiera superando.

Durante todo 2015 lo destinaron a la comisaría de Miguel Claro, en Providencia. Un día, explica, estaba de ronda en el metro Salvador cuando escuchó el grito de una señora a la que le habían robado el celular:

—Cuando me vio, el tipo arrojó el celular y partió corriendo hacia el parque. Yo salí detrás de él, gritándole que se detuviera. En la calle había muchos autos. Y el conductor de un vehículo, cuando vio a este sujeto y a mí detrás de él, se asomó para frenarlo. Ahí logré darle alcance, atraparlo y reducirlo.

Al subteniente Magaña le gusta la historia. Cuando la cuenta, suena como de otro tiempo. De una ciudad con otros códigos.

—Fue la primera persona que yo detuve. Y fue gracias a la ayuda de la comunidad.

En 2016 Marcos Magaña postuló y quedó en la Escuela de Oficiales de Carabineros. Mientras pasaba sus cursos y hacía sus prácticas en las comisarías de Punta Arenas, Macul y La Granja, la imagen de la institución sufrió un golpe al corazón de todo lo que simbolizaba. Una investigación del Ministerio Público formalizó a 136 personas por el desfalco de más de 28 mil millones de pesos desde la Dirección de Finanzas entre los años 2006 y 2017.

—Mal lo tomé —dice el subteniente—, porque empezaron a encasillar a todos los carabineros en algo que cometieron unos pocos. Me dolía el tema del desfalco porque nos trataban a todos de ladrones, con dinero que yo no me he robado. Por la sinvergüenzura de unos pocos no podemos pagar todos.

Luego vino la Operación Huracán, en que se detuvo a ocho comuneros mapuches con pruebas manipuladas, y el operativo donde murió Camilo Catrillanca, en el que, además del homicidio, funcionarios de Carabineros están formalizados por obstrucción a la justicia.

—No me cuestioné mi permanencia en la escuela porque entendía perfectamente que fueron ciertas personas las que empezaron a hacer su trabajo como no debía ser.

Ese era al contexto cuando, alrededor del 21 de octubre, llamaron a los estudiantes de su promoción para reforzar el trabajo policial después del estallido. A Marcos Magaña lo enviaron 15 días a la comisaría de La Granja:

—Nos tocó una manifestación en el sector de Vespucio con Santa Rosa. Era una protesta pacífica. Al cabo de una hora se empezó a retirar la gente y quedaron otras personas que empezaron a hacer fogatas y barricadas. Ahí lanzaron objetos contundentes como pedazos de escombros, piedras, contra nosotros. Fue distinto salir en una situación así. Si bien estábamos acostumbrados a ver en las noticias manifestaciones multitudinarias, no eran con este grado de violencia. No con este nivel de daño, de lastimar al carabinero sin darse cuenta de que hay una persona detrás.

La nueva imagen de Carabineros no solo se sentía durante las protestas. También, como vio Magaña, se daba en los espacios públicos: antes de graduarse, uno de sus compañeros fue en metro a visitar a su familia. Iba como dictaba el manual para los días de franco: camisa dentro del pantalón, cinturón, pantalón de tela, zapatos y peinado.

—Empezaron a empujarlo y a decirle cosas.

El 25 de noviembre, el mismo día en que el jefe de la Octava Zona de Carabineros tuvo que salir a explicar por qué sus funcionarios salían a las calles con parches que los identificaban con apodos en vez de con sus nombres, y que esto se debía a que habían recibido amenazas de muerte, a Magaña y a sus compañeros les avisaron que se graduarían el viernes y no el 19 de diciembre como estaba programado.

Ese día, el 29 de noviembre, el subteniente Magaña fue nuevamente reconocido como la mayor antigüedad de su promoción. Recibió cinco medallas y dos condecoraciones. Lo felicitaron ministros de Gobierno y de la Corte Suprema; diputados, fiscales y, también, el Presidente Sebastián Piñera.

—Me dijo que siguiera así y que la labor de Carabineros era imprescindible.

El subteniente Magaña recuerda todo esto luego de ir a detener a un hombre de 29 años que vendía, según Carabineros, productos robados a la salida del Cesfam de La Reina y que, además, tenía una orden vigente por robar una polera de 15 mil pesos en una tienda Zara.

—Anoche vinieron a protestar.

Es el viernes 13 de diciembre, a las 22:40 horas. Marcos Magaña está en el asiento del copiloto de un radiopatrulla y, a su lado, maneja el cabo Gómez. Ayer, durante el día, se informó en los medios de comunicación que la institución dio de baja a ocho carabineros por incumplimientos graves de protocolos y aplicación de fuerza innecesaria. Pero en el Dodge Charger se habla sobre otra cosa: la protesta que la noche del miércoles un grupo de mujeres y algunos hombres hicieron frente a la comisaría.

Magaña conecta su teléfono al sistema de sonido del auto y muestra un video que grabó de esa tarde. Hay un adulto, de unos 45 años, parado en una plaza. En el fondo se escuchan gritos de mujeres cantando “paco culiao”. La ventana de Magaña está abajo y el volumen del sistema de sonido del auto está alto. Mientras la patrulla sube por Larraín se escucha una y otra vez el canto: “El que no salta es paco”.

De pronto, el hombre de 45 años que aparece en la grabación empieza a gritar hacia la comisaría. Pregunta: “¿Acaso ganan mucha plata tus papás?”. Y después sigue: “Estás lleno de tarjetas de crédito, de deudas. Andái pidiendo fiado, comprando en La Polar”.

—Mi familia apoya ciertas demandas que consideran justas. Tengo una hermana que trabaja y estudia. Si suben el sueldo mínimo, si mejoran la educación, a ella también la benefician. Si suben las pensiones va a ser mejor para mi papá cuando jubile. Uno está preparado para que te insulten, pero obviamente que el carabinero siente.

A veces, dice Magaña, su hija lo llama para hablar sobre eso: los gritos en la calle, los rayados en los muros, los videos en redes sociales.

—Le digo que no se quede con la primera cosa que escuche. Como cuando me preguntó si las carabineras que habían sido quemadas con una molotov era una noticia falsa. Que lo habían inventado.

El cabo Gómez vive en Paine. Tiene 38 años, lleva 20 en la institución. Llegó a La Reina hace dos años, trasladado desde San Bernardo. Le gusta el trabajo, pero a veces se pregunta si su vida hubiese sido mejor, o más segura para él y sus hijos, si hubiese ejercido como contador, que es la profesión que estudió.

La noche se mueve poco. Cerca de las 2:40 horas hay un llamado por un Subaru Legacy detenido en medio de Talinay a la altura de Las Perdices. Cuando se bajan del auto, Gómez y Magaña ven el vehículo golpeado a la altura de la rueda derecha. El conductor, un muchacho de unos veinte años que iba con un amigo y una amiga a una fiesta tres cuadras más arriba, dice que se fue contra la cuneta. Mientras los carabineros hablan con él y con un vigilante de seguridad municipal para coordinar el retiro del vehículo de la vía pública, uno de los acompañantes del auto hace una llamada.

—Aló, viejo, ¿nos puedes mandar un mecánico del Ejército?

El tipo viste un buzo y zapatillas de marca.

—No, viejo, tranquilo. Estamos hablando acá con gente de seguridad municipal y carabineros. El único favor que necesito es que llames al taller del Ejército. Es para pagarle una paleteada a un amigo que se cuneteó.

Hay un último llamado: un funcionario de seguridad municipal sorprendió a un conductor que se pasó dos luces rojas cerca del Parque Intercomunal. Gómez y Magaña salen de nuevo y llegan hasta el auto en calle Samoa. El conductor detenido es alto, rubio, de 26 años. Magaña le pregunta qué pasó.

—Me psicosié. Por la situación nacional, supongo. Vi que alguien me seguía y pensé que podían ser narcos.

El que lo seguía era el vigilante municipal.

—Yo estudié Economía. Estoy titulado. Me despidieron ayer. Pensé mal, no estoy manejando la situación.

Magaña le pregunta cuánto tomó.

—Dos cervezas.

Luego de eso, el conductor es llevado a la comisaría. Una vez allá, Gómez le toma el alcotest. Pero el tipo no puede. En tres intentos no logra soplar lo suficientemente fuerte.

Lo intenta una vez más y sopla fuerte por la bombilla hasta que suena un pito.

—Ahí me gustaste —dice el cabo.

La pantalla del alcotest dice “ESPERE”. Son varios segundos. Gómez lo mira, abre los ojos.

La pantalla cambia. Indica en números grandes 1,88 gramos de alcohol en la sangre. Con más de 0,3 una persona queda inhabilitada para manejar.

Magaña le dice que está detenido. Le explica los cargos y sus derechos. Mientras avanza el papeleo, Gómez se lo lleva al servicio de salud para que le hagan el examen de sangre que confirme el resultado. Alrededor de las 7:00 de la mañana lo sientan frente a Magaña, que escribe en el computador el relato de los hechos. Cada tanto, el tipo lo interrumpe.

—¿Desde qué hora está trabajando?

Magaña le dice que desde las 22:00 horas.

—¿Qué opina usted de las manifestaciones sociales?

—...

—¿Le hacen sentido?

—Sí, pero que no haya daños.

—¿La destrucción no le gusta?

—No.

—A nadie le gusta la destrucción.

Hubo otra noticia hoy. Se publicó el informe que la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos hizo sobre la situación en Chile. Concluyó que las Fuerzas Armadas y Carabineros incumplieron las normas y los estándares internacionales sobre el control de asambleas y uso de la fuerza desde el 18 de octubre. Magaña supo de ese informe: no le acomodó. Dice que “es triste saber que, producto de esta contingencia, han sido lesionadas algunas personas”.

Ese turno del viernes finalizó a las 9:00 horas del sábado para el subteniente. Cuando terminó con el conductor en estado de ebriedad, subió a su pieza en el segundo piso y se acostó en su cama de una plaza, con la foto de su hija a un costado.

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